Florece
el S. XVI, renacimiento y miseria. En la aldea amurallada del Brabante se
empina el castillo del Marqués de Siles. Torres y almenas hacia el cielo.
Alrededor techos de piedra, casas bajas de burgueses y artesanos. Extramuros,
inhóspita intemperie, en casillas de madera junto al paredón subsiste la
servidumbre.
Temprano
a la mañana atraviesan las lavanderas la
empalizada que custodian los guardias. La ropa del amo llevan a lavar al río.
Irrumpen los chiquilines, mendigan en las posadas, cepillan botas y zuecos,
comen de las migajas que sobran. Al
campo y al bosque van los hombres, siembran y hachan leña.
Atardece.
Traen la ropa y la cosecha al granero del castillo y el amo los recompensa. Una
alforja de cereal y un tronco para hacer fuego. Hambrientas las criaturas se
acurrucan poco menos que en las brazas, con una patata por cena.
Anuncian
el casamiento de Morgana y Desiderio. En la taberna del pueblo habrá guiso de
lentejas. Hecho por esas manos que pican ajíes en tiras, cebollas en
cuadriláteros y espolvorean especias mientras revuelven la salsa rebosante de
tocino. Ella, la enamorada, heredera de acaudalados aldeanos. El prometido,
hijo ilegítimo del señor Marqués de Siles y alguna débil pecadora de la
comarca.
Corren
los mocosos de las afuera del muro a conchabarse en la cocina de la taberna. Se
ofrecen para acarrear vajilla, limpiar mesas, servir bebidas. Deliran
escamotear la vianda para saciarse las tripas.
Pedrito,
la gorra con pluma hundida hasta los ojos y en la cintura un cuchillo que
utiliza para hacer flautas de las ramas huecas, se presenta el primero ante la
cocinera que ya alborota las ollas.
Consigue el puesto que anhela. En la mesa de los novios. Trajina jarros
y platos. Acomoda en las bandejas la sal y el pimentón.
Pisan
umbral los invitados. En carroza y con cortejo, desde la iglesia vienen los
contrayentes. Aplausos, risas y baile. ¡Qué se divierta la gente! ¡Que se
prodigue el licor!
Sirve
Pedrito el guisado de lentejas que navegan en gordura y algunas caen en su boca
de viaje hacia su estómago. El destello de una alhaja que adorna a la desposada
lo encandila. Refleja su propio rostro sobre el pecho de la joven. Es él mismo
en el espejo. Jamás había visto su apariencia duplicada, a no ser en el río
turbio de las lavanderas. Sube y baja en el corpiño ese cristal azogado, al
ritmo del aliento de la novia. Y la cara de Pedrito sube y baja en el resuello.
ecunhi junio 2016