Caen
las primeras gotas de lluvia. El calor las borra en el aire, antes de tocar el
piso.
Con
la banderita no tan alta como en el estadio, y agitándola al ritmo de la última
que cantaron todos juntos en el micro, llega a la casa. El Papa los bendecía.
La multitud aclamaba. Las tres T, trabajo, techo y tierra, suenan posibles. Se
merecen una vida digna, los ilusiona este Papa argentino.
Ella
corre los últimos metros para no mojarse. Él la espera con la botella por la mitad. Ella enciende la hornalla de
la cacerola. Le cuenta que los hijos mayores se quedaron al baile y los más
chicos con la abuela. Le pone delante cubiertos y un vaso. Para que no se
prenda a la botella como ternero guacho. Engancha la banderita en el postigo.
Mira la calle. El barro de las veredas anega el asfalto. Brilla el agua que no
escurre. El Papa tan claro. De voz serena. Hacían silencio para escucharlo.
Llueve a cántaros, con globitos. Va a seguir toda la noche. Y no refresca. Si levantara
viento.
Ella
le sirvió la comida y fue a lavarse. Está cansada. No tiene apetito. Revolea
las zapatillas, los pies se alivian. Se tira en la cama. Evoca la imagen del
Papa. Sin el hábito, campechano. Se duerme. Como si se desvaneciera.
Tranquilo
el estómago, la botella de vino vacía, él la sacude para despertarla. Ella se
resiste. A los codazos él le abre las piernas. La monta y empuja. Es su mujer
¡qué diablos! Puede nacer otro hijo. Dios no permite abortar.
Llueve.
Ráfagas de tormenta desatrancan el postigo. Resbala la banderita. Se arrastra
por el fango.
julio 2015
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