Desde
hace meses cierra su negocio el anticuario Javier Jordán York y endereza hacia
el bar de la esquina. Las mesas y las sillas de madera huelen a vino tinto,
crudo y queso en pan flauta. Eso pide y cena, mientras a través del ventanal,
lo cautivan las figuras rotas del bronce urbano al volver en colectivo de sus
tareas cotidianas. Empina el último trago y pasa la ciega; en bandolera el
bolso, ágil, golpea la pared con su bastón. JJY paga, sale y la sigue. Ella
encuentra quien le ayude a cruzar la avenida. Él continúa tranquilo su camino.
Una noche fría de viento y nadie en la vereda, sin palabras él se ofrece,
apenas le roza el brazo. Cruzan, la mira entrar por la puerta de hierro y
arruga la foto de ellos dos que lleva en el bolsillo desde que eran jóvenes.
La
ciega no necesita encender la luz. Retira de su bolso algunas cosas, tantea con
cuidado los contornos y las guarda. Se lava y se acuesta. Cena en el restaurante del puerto donde
atiende un quiosco. Marineros de todo el mundo son sus amigos. Un changador,
que canta cadencias tristes de tierra adentro con voz plañidera, la visita en
las horas del descanso y entonan coplas en contrapunto.
Al
anticuario su abogado le avisa, efusivo, que la valiosa colección se completará
esa noche. Trabajo de hormiga le había sugerido para sacar las monedas del
puerto. JJY ansía extasiarse ante las nuevas piezas sagradas de su museo
privado.
Esa
noche pasa la ciega y él no sale del bar. Pide más tinto. Reconoce al detective
que la sigue; otro irá detrás del changador en algún barrio periférico, le dijo
su abogado. Imagina los pequeños envoltorios de monedas en la habitación
oscura, ruega que no se pierda ninguna. Javier Jordán York saca del bolsillo la
foto de cuando la ciega y él eran jóvenes. La da vuelta entre los dedos. Sobre
las migas de pan la rompe en pedazos.
ecunhi
septiembre 2015
2015
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