miércoles, 18 de febrero de 2015

Desconocidas

                                    
Por fin Adriana recibe la noticia que esperaba con impaciencia y también un  beso del jefe; beso de hermano, uno en cada mejilla como él acostumbra. Mañana cambia de sección, entra dos horas mas tarde con horario corrido. El jefe la llamó a su oficina y tomaron café. Pero a pesar de haber mantenido una conversación fluida, sobre los arreglos en el edificio y el problema de contar con un solo ascensor hasta que los nuevos entren en funcionamiento, Adriana duda. “No fui rápida”, piensa, “¿se lo habré agradecido bastante?” Decide tener un gesto de cortesía y hacerle un regalo. Escuchó comentarios sobre Ciudad Franca, donde se consiguen todo tipo de artículos a buen precio, y aunque no conoce el lugar considera hacer una escapada. En realidad, necesita dos regalos, porque a Nahuel, su hijo, le había prometido una camarita con filmadora si aprobaba todas las materias. De modo que lo más oportuno será el tour de compras a Ciudad Franca que promocionan como tan exótico las agencias de viaje.
Se le va metiendo la idea y las ganas de darse el gusto y adquirir cosas. Está como sobre ascuas Adriana, cuando larga la rienda de su deseo el miedo le pone freno; que el viaje es largo, que si le roban, que los billetes falsos. En el trayecto del trabajo a su casa echa cuentas y se hace justicia; al fin y al cabo ganó méritos para que la cambiaran de sección y ahora podría permitirse el placer de ir en un tour de compras. En busca del último empujón entra al quiosco de su vecina, con la que suelen charlar por los codos y se cuentan de cabo a rabo los chismes del barrio. Trata de tranquilizarla la amiga y le dice que es lo más fácil cruzar la frontera en micro.
- Apenas pasás el río por el puente ya estás del otro lado. Cruzaste. Esas galletitas en
  lata, que a vos te gustan, las traigo todos los meses.
- ¡Me las voy a comprar!
- Viajá en el directo. El directo, aunque algo mas caro, no para en ningún pueblo y
    regresa en el día.
- ¿En el  día?
- Te sobra tiempo, los negocios están uno al lado del otro.
-Me ahorro el taxi.
- Escuchá mi consejo: ni se te ocurra hacer paseos, el color local es ordinario, verde, de la vegetación. La tierra colorada, polvo que te ahoga, y del rancherío mejor no hablar.
- No, de eso yo no consumo.
-Antes de volver tomáte algo en el pub del Predio Comercial. Todos los mozos son hombres y se dejan invitar con una copa.
Adriana compra caramelos ácidos porque siente que le está por venir el hipo, y supone que tal vez los caramelos le ayuden a zafar de la opresión en el abdomen. Se pone uno en la boca y a su espalda, de repente, entran peleándose y gritando tres chicos con patinetas. Se asusta tanto que se traga el caramelo y ahogada empieza a toser agarrándose el estómago. Sale de atrás del mostrador la vecina y la golpea entre los omoplatos  hasta que salta el caramelo de la boca de Adriana y va a dar, ni más ni menos, contra la puerta de la heladera que uno de los chicos estaba abriendo. No rompió el vidrio porque el pibe lo atajó a tiempo.

- No pasó nada- dice la quiosquera – Andá a tu casa y preparáte la mochila, que hoy es viernes y te conviene viajar mañana porque el domingo hay un gentío de locos.
Ese sábado bien temprano, Adriana lleva al hijo a casa de la abuela. De ahí va a la agencia donde había reservado el pasaje por Internet. Mientras espera el bus lee folletos, toma café, compra una botella de agua y la acomoda en la mochila. Al fin y al cabo anuncian por micrófono: “El de las ocho directo a Ciudad Franca”. Sin escuchar mas detalles, hacia el andén se encamina Adriana, y se ubica en la cola para ascender. Cuando le toca el turno entrega su pasaje; dos veces lo lee el chofer: -Este es el largo, no el directo, corra señora al último coche de la dársena, sale antes que nosotros en dos minutos.- Vuela Adriana y mientras vuela celebra haberse puesto zapatillas y no las botas con taco. Llega última, atrás de ella cierran la puerta y  arranca el bus.  Al rato pasan por la ventanilla los últimos edificios altos, veredas con zanjas y terraplenes, más espaciadas las casas.
De repente a Adriana le agarra hipo, busca la botella que guardó en la mochila, toma nueve sorbos de agua mineral medio tibia, se aprieta ambas fosas nasales hasta que le explotan los oídos, pero el hipo sigue su ritmo. Se pregunta si no será una señal, pero ya no puede suspender la excursión y golpea su plexo solar con las yemas de los dedos. La última vez que se le manifestó tan fuerte el hipo, fue para la despedida de soltera de su amiga. Le habían prometido presentarle un candidato encantador, pero a ella le temblaba tanto el diafragma que tuvo que consultar al médico en lugar de ir a la fiesta. Después de revisarla, el doctor, le dijo que era nervioso y le preguntó: “¿Siente temores nocturnos?” Adriana no le contestó, pero cayó en la cuenta que si altera su rutina le da hipo.  Y ahora Ciudad Franca le suena como tenebrosa, con traficantes de mercadería trucha y ladronzuelos que atracan en pleno día. Respira hondo. Ya no puede arrepentirse.

En la entrada del Predio Comercial de Ciudad Franca, Pablo, vocea la guía:
-¡Guía del Predio Comercial! Para no perderse señores. Por solo un pesito. Gracias
  señor. Gracias señora.
 Sale del puente Adriana, a su derecha arriba en el aire, ve como si flotara, el cartel del Predio Comercial. No alcanza a darse cuenta dónde está la entrada, y sigue caminando. Cada tanto mira para atrás de reojo. La tranquiliza ver gente dirigirse en sentido contrario, con paquetes, bultos y cajas, que charlan y ríen.  Otro cartel a su izquierda indica el Hotel Internacional y como desparramados al descuido, se descubren entre las copas de los árboles del parque, las tejas rojas de los bungallows.   Ahora sí, al llegar a la curva del camino, divisa Adriana, el portón de entrada al Predio Comercial. Sube unos pocos escalones de cemento y se le presenta un enorme galpón con techo transparente.

Pablo se le acerca y le ofrece la guía.
-Por sólo un pesito…
- Si, como no, pero decime ¿En esta guía se señalan todos los negocios?
-Todos. A ver, veámos. ¿Vos que andás buscando?
-Esteee…- Adriana no se esperaba el tuteo, pero no le resultó fuera de lugar. -Una tablet, por ejemplo, ¡qué sé yo!
- Que viene a ser, electrónica ¿no?
-Así creo.
-Busquemos- y da vuelta las hojas, rápido y con delicadeza, articula todos los nudillos de sus dedos.
- Como un pianista.
-Es la práctica -  y desliza la vista por el cuello de Adriana - Aquí está, tercer pabellón entrando a la izquierda. ¿Qué mas?
- Eh, nada, por ahora, nada más.
- Desde el galpón hasta acá son unos pasitos, así que cualquier duda vení a consultarme.
- Gracias.
Adriana paga con un billete de diez, Pablo quiere darle el vuelto, pero ella no se lo acepta.
- Me llamo Pablo. Si no me ves por aquí preguntá en los puestos, todos me conocen.
-Yo Adriana- Sonríe, y se va cuidando su riñonera.

Al pabellón de compras lo rodea un aro de baldosas relucientes. Son cuatro arcos semicirculares donde se ofrecen, para tentar hasta a los santos, patios de comidas, helados, bares, confiterías, un pub con poca luz, mandalas en los vidrios y molduras de bronce.  Apartados del bullicio, toman café algunos comerciantes, y arreglan con gente del lugar para que les crucen la mercadería por el puente.  Las compradoras y compradores al menudeo descansan los pies mientras saborean platos de suculentas calorías.
Cargada de bolsas, empuja Adriana, la puerta giratoria del pub y la encara un tipazo enorme.
- ¿Izquierda o derecha querida?
- Café, cortado sin azúcar.
- No querida. Eso se lo pedís al mozo. Yo -y flexiona ambas manos como si sostuviera un cáliz sobre su cabeza –yo te pregunto si te gustan las chicas izquierda, o los chicos derecha, o ambos que sería recto bien rectilíneo por el centro del salón, subiendo la escalera. Todos son colchones de aire, comodísimos querida.
- No, no, yo nada.
- Dale, con esa pinta y a puro consolador…no te la creo. Derecho y metéte en el rincón atrás de la escalera.
No sabe Adriana si pedir el café, tal vez no se quede, pero si no se queda ¿qué le va a contar a su vecina?  Se mete en el rincón atrás de la escalera, pide un cortado, se lo toma quemándose la garganta, y ¡zás! le viene el hipo, tan fuerte que le retumba en los oídos. Sin que se lo hubiera encargado, una mesera de pollerita corta y top bien relleno, le trae otro vaso de agua.
-¿Necesita algo más querida?- Pregunta con una sonrisa comprensiva.
-No nada, gracias. Cóbrese.- Abrazada a su mochila y a sus bolsas, sale.
“Que fue una gran experiencia”, le contaría a la del quiosco. “Ah y quedamos en mailiarnos con el mozo”, le agregaría.
Una vez en la calle, Adriana ve acercarse a Pablo, se hace la distraída y cuando se cruzan mira para otro lado. El joven intenta abordarla, pero para esquivarlo, Adriana se escurre en diagonal y desaparece entre la gente.

En el asiento del micro, con una bolsa de plástico negra sobre la falda, se acomoda Adriana para volver.  Repasa su botín: “la tablet para el jefe, último modelo y cara”. La retira con cuidado de la bolsa negra, envuelta en otra más pequeña. “Se la voy a empaquetar con papel de colores y un moño”. Revisa la camarita para el hijo en un envoltorio transparente y cerrado, “espero que funcione”. Contempla el sobre con cierre automático, su nuevo equipo de neopreno para bajar abdominales y muslos. “Se terminó el gimnasio y pilates”. Vuelve a leer el folleto en varios idiomas: ‘Práctico para usar mientras duerme, se despierta flaca’.
En medio del puente frenada, sacudón y chirridos. Corren a agarrar sus pertenencias los pasajeros, saben que si se inicia un incendio, el seguro no los cubre hasta encontrar el fosforito causa del estrago; y si un personajón fuera culpable de un choque, nunca serán indemnizados. Pero nada, ni a quemado se huele; son los soldados de la Base Naval que impiden el paso. Señalaba la hora en su muñeca el chofer. Con gestos intenta decir que va retrazado; pero no hay tu tía, la barrera humana bien pertrechada con escudos y armas es compacta. Golpea el volante, se agarra la cabeza, larga rezongos y maldiciones; vencido el chofer, apaga el motor y baja. Repuestos del susto reacomodan sus adquisiciones los pasajeros, algunos acompañan al chofer, otros se asoman por las ventanillas. Los bomberos sacan del río a una persona.
En el micro suspiran aliviados, no hubo incendio ni choque y los que tienen estómago se entretienen con los detalles del rescate. Miraba por la ventanilla Adriana, hasta que alguien desde el lugar del hecho, le interceptó la visión. Entonces retorna a su bolsa de plástico negra, mientras, los bomberos despliegan otra bolsa de plástico negra, más grande que la de Adriana y meten a la mujer que rescataron.
-Murió ahogada- dice el médico forense.
- Se tiró del puente- agrega el gendarme
- Se llama Uña Fría. Sexo femenino- lee el detective que encontró el documento junto a unas zapatillas azules.
Autorizan los soldados a seguir viaje y el chofer y los pasajeros que habían descendido suben al micro. Todos comentan al mismo tiempo: -Se tiró. –Parecía joven. –Dicen suicidio. –Sin zapatillas. Las dejó en el puente. –Para tirarse con los pies fríos.  Hacia la ventanilla endereza la vista Adriana, ve gente agachada, otros tomando nota, algunos apurados, corriendo, controlando; como una bola de extremidades, torsos y cabezas humanas que por momentos se agranda y por momentos se achica, pero nunca termina de rodar. “Es un quilombo”, piensa. Arrancan y se abraza a su bolsa. Cuando salen del puente se da vuelta con las rodillas sobre el asiento y mira a través del vidrio de la luneta posterior. Entre los borceguíes de los soldados, a Adriana le parece ver un par de zapatillas azules.
                                                            Noviembre 2014


                                                                                       

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