jueves, 23 de julio de 2015

¡Quien te ha visto!

-Ché papusa, vení.
-¿Qué sapa flaco?
-Acercáte, no tengás miedo, que estoy solari.
-¿Te largó de sopetón la mina tan mentada?
-Sobame la cintura ¿querés? Haceme ese favor.
-Mirá que cobro cien mangos la franela.
-Te los garpo papusa, el ciático me mata.
-Bajáte los talompas, tiráte en la catrera, y contame si te gusta este amasijo que te doy.
-¡Ay siii...asiiii! Dale parejo, sin aflojar la rienda, hermana.
-Mirá que te viniste abajo. De canfinflero garca a matungo jovato. Si te quedaron las nalgas como dos pasitas de uva. 

                                                         abril 2015 bn

miércoles, 18 de marzo de 2015

TE EVOCO BUENOS AIRES

Chamuyo el nombre 
de tus calles, Buenos Aires,
son recuerdos de veterana,
y la costumbre de andar mareada
por su voz nocturna, Buenos Aires.

Me quedo boquiabierta, junándote, 
los brazos sauce, los ojos río,
y me trepo a las ventanas por balcones
de tu ciudad con edificios.

Eran nuestras tus noches sin luna,
Buenos Aires,
cuando nos crecían las ganas del amor empecinado
entre ladrillos y cemento
y en el remolino de las hojas secas de los parques.

Se me aprieta la piel,
y es sólo, solamente una brisa,
con la presión 
                     exacta
                              de su mano
y tus sombras
                     las de entonces
                                            Buenos Aires. 

                                            Marzo 2015  Bs. As. 

SUDADERA

Hace tiempo, la musculosa blanca,
se rajó del trocen de Buenos Aires.
La musculosa aquella,
que mientras vos acamalabas bolsas en el Abasto,
te aspiraba el sudor y tu fragancia
como si fueran gotas de rocío en un jazmín...
¡Y toda blanca
se empapaba hecha un enchastre
la musculosa!

Se fue tras de las minas
a botonear tetas por la lleca,
¡linda y campante,
con el ombligo al aire,
se pasean de musculosa blanca los pimpollos!
-¡Boludo, che chabón!
No te junaste en el semáforo
ese trasero rítmico y en mini,
¡ese, el de la musculosa blanca!

Parpadeo con rimel indelebele
abaraja de volada tus fachadas,
y un disco rayado se queja en las esquinas
de tu loco despelote, Buenos Aires.
Dado vuelta, en el cordón de la vereda,
de musculosa blanca todavía,
un flaco se juega las gambas
a la rantifusa cordura de algún colectivero.

                                                      Marzo 2015 Bs. As.


ME MORIRÉ DE MADRUGADA EN BUENOS AIRES

Vendrá la parca, digo, si viene,
será pura cadencia, la parca y su guadaña,
pasito, meneo, guiños y caricias,
mañera se vendrá la parca,
digo, si es que viene.
Pero de fija, me abrazará muy fuerte,
y de ecuyere sobre las ancas, al trote corto,
me llevará la parca ¡vaya a saber adónde!
Iré con el mate, ese lleno de ilusiones,
colgada de una estrella
por los mil rriobas porteños,
soñando con zaguanes como túneles
que no se acaban nunca...
Y antes que la luz de la mañana
encienda tus cornizas, Buenos Aires,
me dormiré en sus brazos,
los de la parca, digo.
Sonará mi último tango, Buenos Aires,
y me servirá de almohada
el adoquín
                aquel
                        plateado por la luna. 

                                                         Marzo 2015 Bs.As
            

SANATA GARUFA

Los domingos, Buenos Aires,
te parecés a una bolita de vidrio
que rueda, grogui, las veredas.

Los pibes,
desde el hueco del índice,
te sueltan
con un suave empujoncito de la uña,
y se te emparda tu carcajada ronca:
¡pelito pa'la vieja!
carcajada
resaca de un vino compartido
compartido
con aquella mascarita
que se tomó el olivo...

De carambola en carambola
divagás por los domingos, Buenos Aires,
y quien sabe
si no te levantás algún programa
en la cola de un cine por Corrientes.

                                                       Marzo 2015 Bs.As.

miércoles, 18 de febrero de 2015

HABITADA

                                                               

-Será el olor de cada uno, el pigmento de la piel, la forma del cuerpo o la fuerza del carácter. La persona se mantiene flotando en el ambiente después de haberse retirado del lugar. Como el humo de una pipa es aroma, como los fantasmas son sensaciones de luces y sombras, que se escapan.-  
La gitana Repetía  su mantra, parada en la puerta de su casa, mientras comía con pequeños mordiscos, un pepino agridulce envuelto en una servilleta de papel y miraba sin ver los autos que pasaban por la calle- Olor de cada uno…humo... sensaciones…
La gitana vivía en una esquina de un barrio tranquilo, casi céntrico, le decían Maia. Los clientes se acercaban a consultarla, tímidos, con vergüenza de recurrir a un servicio menospreciado por la civilización.  Pero la amabilidad de Maia, su manera de preguntar como al descuido los motivos de la visita y las alternativas que les proponía para salir de las situaciones problemáticas, los tranquilizaba. Algunos venían de lejos, otros vivían por la zona, a todos les daba una primera entrevista gratis.  
A un cliente, a quien todas las novias abandonaban, la gitana le dio a cortar varias veces el mazo de cartas, le indicó que se quedara con una y a las restantes las fue armando en forma de rayos, mientras, comentaba las figuras que aparecían. Ante una vaca debajo de un árbol de la vida, que miraba tiernamente desde el cartón, el hombre reaccionó echándose hacia atrás en la silla y contó que su trabajo consistía en controlar ratones de laboratorio. Que los amaba y no podía desapegarse de ellos. Para colmo los animalitos sufrían, porque previamente a ser utilizados en los ensayos científicos, se les desactivaba una célula del cerebro, por lo tanto se transformaban en ratones adictos y demandaban cuidados especiales. Así y todo eran atrayentes y sofisticados, aunque por momentos esquizofrénicos. Tenían la melena suave y la mirada tierna como esa vaca. El cliente se fue de la sala de Maia dispuesto a buscarse una novia de mirada dulce.
De tanto en tanto, los vecinos se quejaban, olían tufos de especias exóticas  y padecían la música y el baile hasta madrugada. Cerca vivía doña Emilce, una señora mayor que en su juventud había sido ágil y alegre, pero en los últimos tiempos se presentaba retraída y prefería resguardarse adentro y tejer al crochet carpetas y agarraderas. El médico le había recomendado salir a caminar para que los músculos no se le atrofiaran; pero en compañía, para reconocer las bajadas de las veredas, los semáforos, las baldosas rotas y todos los peligros que acechan en la calle a los ancianos.
Doña Emilce le preguntó a Maia si no conocía a alguien que quisiera dar unas vueltas con ella por las tardes. Porque mal que mal, la gitana tenía trato con todo tipo de gente por la índole de su actividad y su carácter festivo.
-Dejálo por mi cuenta. Esperá una noche y un día y tendrás en la puerta de tu casa a un perfecto lazarillo.
Doña Emilce, pese a su falta de confianza en las prácticas adivinatorias de Maia, aceptó, resuelta a que si la gitana le enviaba un jovencito alocado, ella se lo mandaba de regreso. Las relaciones no fueron parejas entre estas dos vecinas, sucede que se recelaban, incluso se llegó a saber que hubo un problema de pantalones entre ellas. Como fue por  un amante y ninguno de los dos maridos debía enterarse, la verdad nunca se supo.  Un acordeonista del pueblo de Maia, que casi no hablaba castellano, se instaló en un conventillo, que en esa época abundaban por la zona. En el patio, solían armarse veladas danzantes adónde concurrían Maia y Emilce, por ese entonces, jóvenes amigas, que se entendían bien. De golpe el gitano huyó dejando todas sus deudas impagas y las fiestas se fueron espaciando hasta desaparecer junto con el conventillo.
A las dos mujeres se las veía de vez en cuando charlando en el mercado o en la puerta de sus casas, pero ya nunca más del brazo y riéndose. Después de todo habían quedado algunas cosas sin aclarar entre las dos. El acordeonista del pueblo de Maia, compañero de escuela, sabía que estaba casada, pero igual se había atrevido a buscarla. Encontró a Maia con su amiga Emilce, quiso probar suerte con ambas y ahí se pudrió la amistad entre las jóvenes. Desde el punto de vista de la gitana, hubiera sido divertido aceptar la relación triangular. ¡La vida es un juego!, solía decir. En tanto que Emilce no quiso ni oír hablar de compartir amores. Era romántica y prefería cumplir con los mandatos sociales. Cuando se reían, Maia, abría los brazos y abrazaba a cualquiera que estuviera a su lado, mientras su amiga se tapaba la boca y agachaba la cabeza. Al fin y al cabo, los maridos se enteraron y sin recriminarles nada a sus mujeres, ni siquiera decirles que estaban enterados, esperaron al gitano acordeonista en las sombras de una cortada y lo conminaron a que se eclipsara antes de la salida del sol.
Pasó una noche y a la tarde del día siguiente, una joven estaba parada en la puerta de la casa de Emilce. Miraba el césped y movía el cuello hacia abajo y hacia arriba, a un lado y a otro, las rodillas se le articulaban al compás y los hombros seguían el vaivén. No tenía auriculares puestos. Era el zumbar de los insectos que habitaban el jardín lo que escuchaba Juana. Por fin estiró el brazo para alcanzar el timbre de la verja. La madre le había dicho que si quería hacer el curso de maquillaje, en la peluquería donde ella estaba empleada, debía pagárselo de su bolsillo. Y a la madre, que su hija trabajara, se lo aconsejó la gitana Maia, en una sesión a la que había llegado preocupada porque la chica no hacía nada pero quería ropa a la moda, zapatillas nuevas y artículos de belleza. Y Juana adelantó el dedo índice y tocó el timbre.
¡Cómo tardaba Doña Emilce en abrir la puerta! Una vez que se había resuelto a hacerle caso a la madre y salir a trabajar, no le abrían. ¿Cómo sería esa vieja? ¿Demasiado exigente? El césped parecía cuidado con muchos insectos haciendo música, y ella seguía el compás con todo el cuerpo mientras apretaba y apretaba el timbre de la verja.
Emilce  abre la puerta de la casa. Desde la entrada del zaguán observa contra el sol, la mano en visera sobre los ojos.
-¿Doña Emilce?
-Si
-Buenas tardes, me manda Maia
-Ah! Ya voy. Buenas tardes. ¿Cómo te llamás?
-Juana
-Pasá
Por el sendero de lajas entran al vestíbulo oscuro, se desdibuja al fondo una escalera de madera. Emilce guía a Juana hacia una puerta lateral, la atraviesan y la luz del jardín, por la ventana del living, marca los contornos.
-Ponete cómoda- le señala un sillón
-Gracias- Juana se sienta al borde sin apoyarse en el respaldo
-¿Querés agua?
-No gracias- Hunde las manos en los almohadones y se inclina hacia Emilce. Cruza y descruza las piernas.
-Vení, te muestro la casa. Por esta ventana se ve el jardín. Por esta otra el patio. Aquí está la cocina y este es el baño. La escalera que viste en el vestíbulo lleva a los dormitorios.
Juana gira por el living, se asoma varias veces por las ventanas, entra en el zaguán oscuro y vuelve a sentarse, un poco menos movediza, aunque todavía sin apoyarse en el respaldo.  Emilce le propone salir por las tardes a dar una vuelta y pagarle por hora el fin de semana. Quedan de acuerdo para el día siguiente.
De regreso Juana piensa que cualquier trabajo la arrancaría de su mundo propio, y este no pinta peor que otros. Se pregunta qué podrá comprarse el fin de semana, cuando cobre. Se rasca la cabeza, abre grandes los ojos, aprieta los labios y se los muerde, ¡ya está! la camisa leñador a cuadros, bien holgada  para usar arriba de una remera. Aunque también podría ser la campera de Jean ¿le alcanzaría para los pantalones? Niega con la cabeza, seguro que no. ¡Ufa! Va a tener que bancarse semana a semana, deslumbrada por alguna prenda, y a veces juntar la plata de varias semanas para comprarse algo más caro.
Al día siguiente Juana pasa a buscar a Emilce. Al principio le pesa el brazo de la anciana apoyado en el suyo, la descoloca tener que prestar atención a los obstáculos del camino y transmitirlos. Pero la imagen de varias perchas con ropa girando como una calesita en su ropero y los cajones que ya no cierran de puro repletos, la entusiasma.
Doblan en la esquina y hacen un par de cuadras hasta la diagonal que corta las vías del tren. La vereda de la barrera está muy despareja, Juana señala baldosas rotas y Emilce pisa con cuidado. Desembocan en la avenida, los semáforos no funcionan, hay embotellamiento y un vigilante trata de ordenar el tránsito.
-Antes que pusieran los semáforos había una garita, donde está parado el vigilante.
-¿Qué es una garita?
- Una plataforma alta con baranda, desde ahí el vigilante guiaba el tránsito.
-¿No lo chocaban?
- Alguna vez habrá sucedido, pocas.
- Nos hace señas a nosotras, crucemos. 
-Así era antes.
Cruzan y después de una curva entran al parque por un camino de asfalto y paraísos. Cada dos pasos de Emilce, Juana hace un pequeño balanceo con la punta del pie, y la anciana, con sus hombros,  acompaña el movimiento. Encuentran un banco desocupado y se sientan a descansar antes de encarar la vuelta.  De regreso, por la avenida, en la puerta de un super, Emilce le cuenta a Juana que ahí funcionaba un cine continuado y se veían hasta tres películas por sección.
El sábado Juana entra a la boutique y señala la prenda. Pero aún antes que la vendedora la saque del estante, Juana la vislumbra desplegada y la percibe como arropándola demasiado. Pese a que es idéntica a la que había visto en la vidriera, algo no funciona. La empleada insiste y la hace pasar al probador, Juana se saca el buzo y se pone la camisa. Experimenta un abrazo de hierro, se le endurece la espalda y mira por sobre el hombro, por si alguien desde atrás  intentara ahogarla ajustándole la ropa. La mujer cree que la etiqueta le pincha y le apoya las manos para sacársela afuera. El codazo de Juana para desasirse casi le rompe la mandíbula. Sin desabrocharla se la quita por la cabeza, la otra sonriente, se la arrebata y le alcanza un saco de corderoy. Los dientes blancos de esa sonrisa perturban a Juana, pero el abrigo la calma, se mira en el espejo, da vuelta hacia ambos lados y mete las manos en los bolsillos. Otro clima interior la invade. Se lo abotona, retira una pelusa de la solapa, comprueba el largo de las mangas.  Le queda bien, paga y sale con el saco puesto. Al pasar por la casa de la gitana se detiene y la mira comer su pepino.
-¿Querés pasar? La primer sesión no la cobro.
- Soy la hija de la peluquera.
- Si. Trabajas en lo de Doña Emilce. Que lindo saco. ¿Es nuevo?
-La compré recién, pero yo no lo quería
-Algo te molesta, vení, pasá.-La hizo entrar, sentarse y le volvió a preguntar-¿Qué te molesta en tu saco?
-En el saco nada, tal vez sea demasiado abrigado. Yo entré a comprarme una camisa y…
- Y saliste con el saco. ¿Qué pasó con la camisa?
-Sentía como si alguien me sofocara ciñéndomela al cuerpo.
-Esa camisa se la deben haber probado otras personas antes. Vos sentís esas existencias. No le pasa a todo el mundo, porque no todos tienen tu sensibilidad. A veces hay una quietud inquietante. ¿Acá hay algo que te moleste?
-No me molesta, solo que cambia la realidad de afuera.
-Eso sucede a veces al acceder a una habitación desconocida.
-Cuando no conozco no sé como entrar, y me parece que yo tengo ventanas y a mi me conocen.
-Y te importa mucho lo que se ve por esas ventanas. Pero la tela no repele, absorbe, por lo tanto vos irradias y al mismo tiempo recibís. Tus ventanas van a seguir siempre abiertas y serás como una huella, cuando te toquen te resultará difícil deslindarte del otro, separar lo tuyo. Te sentirás alojando seres extraños y deberás aprender a decir: “Esta luz no es mía. Esta sí es la mía” Habrá fuerzas invisibles y ocultas de la atmósfera, podrás recibirlas sin temor…tendrás que darte cuenta  que vos manejás tu vida para que esas fuerzas no te controlen…podrás hacerlo, si querés.-
Maia  acompaña a Juana hasta la puerta y se despiden.
Un sábado Juana se compra un par de zapatillas. Cuando las tiene puestas, el pie derecho y el izquierdo se empiezan a pelear, a las patadas andan las extremidades inferiores. Y por supuesto que de tanto en tanto lanzan un golpe a la persona que pasa cerca. Un damnificado se queja y a Juana la echan del negocio. Pero ella tiene preparada la plata en la mano, se va con sus zapatillas nuevas puestas y pisando fuerte, las quiere domar. Encuentra a unos chicos que patean al arco.
-Dejáme un tirito-pide Juana
-Uno eh!
Juana la mete derechito en el arco.
-¿Querés la revancha?- pregunta
- Si, claro.
Diez goles corridos emboca Juana hasta que las zapatillas se le aplacan. Saluda a sus contrincantes, toma un colectivo y baja en la esquina de la casa de Maia.
-Buenas. Hoy me trajeron las zapatillas.
-¿Saben el camino?
-No. Yo se los indiqué.
-Entonces las trajiste vos a ellas.- Entran en la habitación en penumbra y Maia le tira las cartas mientras habla- La belleza será siempre muy importante en tu vida. Pero vas a necesitar buscarla afuera de vos misma. Como si no te estuvieras maquillando, sino como si estuvieras maquillando a otra persona, una novia, un payaso, un actor. No vas a irradiar sólo con tu ropa y tu peinado sino también a través de lo que vas a hacer…Claro, si querés que así sea, y trabajas para lograrlo. Eso ya depende de vos. Yo solo sugiero, según dicen las cartas.
Esa noche rompieron los vidrios de la ventana de la casa de Maia y trataron de abrir la puerta con una barreta. En las paredes escribieron “Fuera los gitanos”. Ella se paró como siempre a comer su pepino en la vereda. Algunos pasaban distraídos mirando para la calle, otros apurados como si necesitarán alcanzar vaya a saber que maravillosa solución a sus problemas. Dos o tres se acercaron a saludarla, le dieron la mano y le dijeron que contara con ellos para lo que necesitara. Uno se rió y le enseñó el dedo anular levantado.
Una tarde, Juana, llega a buscar a Emilce con un chaleco nuevo.
-Qué lindo- dice la anciana. –Quisiera uno igual.
-La acompaño y se lo compra, es cerca, hay de todos colores.
Del brazo se van a la boutique. Emilce se prueba varios y elige uno negro con una flor bordada. Lo lleva puesto. Caminan una cuadras y Emilce se da cuenta que se olvidó la cartera en el negocio.
-Espere acá- dice Juana. –Voy a buscársela y vuelvo.
La anciana se mira el chaleco y lo acaricia. El color, la textura, el entalle y la rosa en punto cruz, es igual al que usaba José, el acordeonista gitano. Camina, no piensa ni en las veredas rotas, ni en los autos, ni por dónde va.  Recuerda la simpatía de José, su voz y la gracia con que cantaba. Camina con los brazos cruzados sobre el pecho, como abrazándose; lo ve cuando bailaban y la risa de sus ojos se esparcía. Camina sin temor, José la acompaña; como esa tarde que se fueron juntos a ver partir los barcos en el puerto y silbar con sus sirenas.
Juana vuelve con la cartera y no encuentra a Doña Emilce. Corre en sentido contrario a como vino, ni rastros. Va al negocio, pregunta por la señora del chaleco, nadie la vió. Se preocupa, hace otra vez el recorrido, entra en una panadería, un almacén y pregunta al del kiosco.
Emilce cruza la mitad de la avenida, los semáforos funcionan y se encienden verdes para los autos que vuelan en ambas direcciones. Ella, en el medio, se aprieta a José, él la abraza salvándola del aluvión; tocan bocina, le gritan. Ella sólo escucha la voz de José.
Juana se asusta, “no tendría que haberla dejado, si no había apuro”, se repite. “¿Y si alguien la secuestró para robarle?”, se pregunta. Corre dando vueltas a la manzana, antes de ir a la policía se va para la casa de Doña Emilce.
La sirena de un auto policial obliga al tránsito de la avenida a detenerse, frenan junto a Doña Emilce.
-¿Adónde va?- Le pregunta un policía
-A mi casa
-¿Dónde?
-Del otro lado de la avenida
- Suba que la llevamos. No sabe que no puede estar parada en medio de la calle, no ve que no tiene que salir sola- Prenden la radio y anuncian que están en camino hacia la seccional.
La bajan en la comisaría y la sientan en un banco largo de madera. No le hacen preguntas,
presuponen que alguien llegará a buscarla. Se queda allí, como acurrucada en una punta del banco,
contra la pared. Después de una hora Emilce sigue cruzada de brazos hablando con José en su
imaginación, y entra Juana.
-Qué susto me dio. No la dejo mas sola
-El chaleco me protege. Te voy a seguir el baile como lo seguía a él. ¿Nos vamos ya?
  Al levantarse del banco de madera queda al descubierto una pequeña mancha oscura, Emilce, se da cuenta que se había meado.
                                                                                                                                                                  noviembre 2014
                                                                                                        



Desconocidas

                                    
Por fin Adriana recibe la noticia que esperaba con impaciencia y también un  beso del jefe; beso de hermano, uno en cada mejilla como él acostumbra. Mañana cambia de sección, entra dos horas mas tarde con horario corrido. El jefe la llamó a su oficina y tomaron café. Pero a pesar de haber mantenido una conversación fluida, sobre los arreglos en el edificio y el problema de contar con un solo ascensor hasta que los nuevos entren en funcionamiento, Adriana duda. “No fui rápida”, piensa, “¿se lo habré agradecido bastante?” Decide tener un gesto de cortesía y hacerle un regalo. Escuchó comentarios sobre Ciudad Franca, donde se consiguen todo tipo de artículos a buen precio, y aunque no conoce el lugar considera hacer una escapada. En realidad, necesita dos regalos, porque a Nahuel, su hijo, le había prometido una camarita con filmadora si aprobaba todas las materias. De modo que lo más oportuno será el tour de compras a Ciudad Franca que promocionan como tan exótico las agencias de viaje.
Se le va metiendo la idea y las ganas de darse el gusto y adquirir cosas. Está como sobre ascuas Adriana, cuando larga la rienda de su deseo el miedo le pone freno; que el viaje es largo, que si le roban, que los billetes falsos. En el trayecto del trabajo a su casa echa cuentas y se hace justicia; al fin y al cabo ganó méritos para que la cambiaran de sección y ahora podría permitirse el placer de ir en un tour de compras. En busca del último empujón entra al quiosco de su vecina, con la que suelen charlar por los codos y se cuentan de cabo a rabo los chismes del barrio. Trata de tranquilizarla la amiga y le dice que es lo más fácil cruzar la frontera en micro.
- Apenas pasás el río por el puente ya estás del otro lado. Cruzaste. Esas galletitas en
  lata, que a vos te gustan, las traigo todos los meses.
- ¡Me las voy a comprar!
- Viajá en el directo. El directo, aunque algo mas caro, no para en ningún pueblo y
    regresa en el día.
- ¿En el  día?
- Te sobra tiempo, los negocios están uno al lado del otro.
-Me ahorro el taxi.
- Escuchá mi consejo: ni se te ocurra hacer paseos, el color local es ordinario, verde, de la vegetación. La tierra colorada, polvo que te ahoga, y del rancherío mejor no hablar.
- No, de eso yo no consumo.
-Antes de volver tomáte algo en el pub del Predio Comercial. Todos los mozos son hombres y se dejan invitar con una copa.
Adriana compra caramelos ácidos porque siente que le está por venir el hipo, y supone que tal vez los caramelos le ayuden a zafar de la opresión en el abdomen. Se pone uno en la boca y a su espalda, de repente, entran peleándose y gritando tres chicos con patinetas. Se asusta tanto que se traga el caramelo y ahogada empieza a toser agarrándose el estómago. Sale de atrás del mostrador la vecina y la golpea entre los omoplatos  hasta que salta el caramelo de la boca de Adriana y va a dar, ni más ni menos, contra la puerta de la heladera que uno de los chicos estaba abriendo. No rompió el vidrio porque el pibe lo atajó a tiempo.

- No pasó nada- dice la quiosquera – Andá a tu casa y preparáte la mochila, que hoy es viernes y te conviene viajar mañana porque el domingo hay un gentío de locos.
Ese sábado bien temprano, Adriana lleva al hijo a casa de la abuela. De ahí va a la agencia donde había reservado el pasaje por Internet. Mientras espera el bus lee folletos, toma café, compra una botella de agua y la acomoda en la mochila. Al fin y al cabo anuncian por micrófono: “El de las ocho directo a Ciudad Franca”. Sin escuchar mas detalles, hacia el andén se encamina Adriana, y se ubica en la cola para ascender. Cuando le toca el turno entrega su pasaje; dos veces lo lee el chofer: -Este es el largo, no el directo, corra señora al último coche de la dársena, sale antes que nosotros en dos minutos.- Vuela Adriana y mientras vuela celebra haberse puesto zapatillas y no las botas con taco. Llega última, atrás de ella cierran la puerta y  arranca el bus.  Al rato pasan por la ventanilla los últimos edificios altos, veredas con zanjas y terraplenes, más espaciadas las casas.
De repente a Adriana le agarra hipo, busca la botella que guardó en la mochila, toma nueve sorbos de agua mineral medio tibia, se aprieta ambas fosas nasales hasta que le explotan los oídos, pero el hipo sigue su ritmo. Se pregunta si no será una señal, pero ya no puede suspender la excursión y golpea su plexo solar con las yemas de los dedos. La última vez que se le manifestó tan fuerte el hipo, fue para la despedida de soltera de su amiga. Le habían prometido presentarle un candidato encantador, pero a ella le temblaba tanto el diafragma que tuvo que consultar al médico en lugar de ir a la fiesta. Después de revisarla, el doctor, le dijo que era nervioso y le preguntó: “¿Siente temores nocturnos?” Adriana no le contestó, pero cayó en la cuenta que si altera su rutina le da hipo.  Y ahora Ciudad Franca le suena como tenebrosa, con traficantes de mercadería trucha y ladronzuelos que atracan en pleno día. Respira hondo. Ya no puede arrepentirse.

En la entrada del Predio Comercial de Ciudad Franca, Pablo, vocea la guía:
-¡Guía del Predio Comercial! Para no perderse señores. Por solo un pesito. Gracias
  señor. Gracias señora.
 Sale del puente Adriana, a su derecha arriba en el aire, ve como si flotara, el cartel del Predio Comercial. No alcanza a darse cuenta dónde está la entrada, y sigue caminando. Cada tanto mira para atrás de reojo. La tranquiliza ver gente dirigirse en sentido contrario, con paquetes, bultos y cajas, que charlan y ríen.  Otro cartel a su izquierda indica el Hotel Internacional y como desparramados al descuido, se descubren entre las copas de los árboles del parque, las tejas rojas de los bungallows.   Ahora sí, al llegar a la curva del camino, divisa Adriana, el portón de entrada al Predio Comercial. Sube unos pocos escalones de cemento y se le presenta un enorme galpón con techo transparente.

Pablo se le acerca y le ofrece la guía.
-Por sólo un pesito…
- Si, como no, pero decime ¿En esta guía se señalan todos los negocios?
-Todos. A ver, veámos. ¿Vos que andás buscando?
-Esteee…- Adriana no se esperaba el tuteo, pero no le resultó fuera de lugar. -Una tablet, por ejemplo, ¡qué sé yo!
- Que viene a ser, electrónica ¿no?
-Así creo.
-Busquemos- y da vuelta las hojas, rápido y con delicadeza, articula todos los nudillos de sus dedos.
- Como un pianista.
-Es la práctica -  y desliza la vista por el cuello de Adriana - Aquí está, tercer pabellón entrando a la izquierda. ¿Qué mas?
- Eh, nada, por ahora, nada más.
- Desde el galpón hasta acá son unos pasitos, así que cualquier duda vení a consultarme.
- Gracias.
Adriana paga con un billete de diez, Pablo quiere darle el vuelto, pero ella no se lo acepta.
- Me llamo Pablo. Si no me ves por aquí preguntá en los puestos, todos me conocen.
-Yo Adriana- Sonríe, y se va cuidando su riñonera.

Al pabellón de compras lo rodea un aro de baldosas relucientes. Son cuatro arcos semicirculares donde se ofrecen, para tentar hasta a los santos, patios de comidas, helados, bares, confiterías, un pub con poca luz, mandalas en los vidrios y molduras de bronce.  Apartados del bullicio, toman café algunos comerciantes, y arreglan con gente del lugar para que les crucen la mercadería por el puente.  Las compradoras y compradores al menudeo descansan los pies mientras saborean platos de suculentas calorías.
Cargada de bolsas, empuja Adriana, la puerta giratoria del pub y la encara un tipazo enorme.
- ¿Izquierda o derecha querida?
- Café, cortado sin azúcar.
- No querida. Eso se lo pedís al mozo. Yo -y flexiona ambas manos como si sostuviera un cáliz sobre su cabeza –yo te pregunto si te gustan las chicas izquierda, o los chicos derecha, o ambos que sería recto bien rectilíneo por el centro del salón, subiendo la escalera. Todos son colchones de aire, comodísimos querida.
- No, no, yo nada.
- Dale, con esa pinta y a puro consolador…no te la creo. Derecho y metéte en el rincón atrás de la escalera.
No sabe Adriana si pedir el café, tal vez no se quede, pero si no se queda ¿qué le va a contar a su vecina?  Se mete en el rincón atrás de la escalera, pide un cortado, se lo toma quemándose la garganta, y ¡zás! le viene el hipo, tan fuerte que le retumba en los oídos. Sin que se lo hubiera encargado, una mesera de pollerita corta y top bien relleno, le trae otro vaso de agua.
-¿Necesita algo más querida?- Pregunta con una sonrisa comprensiva.
-No nada, gracias. Cóbrese.- Abrazada a su mochila y a sus bolsas, sale.
“Que fue una gran experiencia”, le contaría a la del quiosco. “Ah y quedamos en mailiarnos con el mozo”, le agregaría.
Una vez en la calle, Adriana ve acercarse a Pablo, se hace la distraída y cuando se cruzan mira para otro lado. El joven intenta abordarla, pero para esquivarlo, Adriana se escurre en diagonal y desaparece entre la gente.

En el asiento del micro, con una bolsa de plástico negra sobre la falda, se acomoda Adriana para volver.  Repasa su botín: “la tablet para el jefe, último modelo y cara”. La retira con cuidado de la bolsa negra, envuelta en otra más pequeña. “Se la voy a empaquetar con papel de colores y un moño”. Revisa la camarita para el hijo en un envoltorio transparente y cerrado, “espero que funcione”. Contempla el sobre con cierre automático, su nuevo equipo de neopreno para bajar abdominales y muslos. “Se terminó el gimnasio y pilates”. Vuelve a leer el folleto en varios idiomas: ‘Práctico para usar mientras duerme, se despierta flaca’.
En medio del puente frenada, sacudón y chirridos. Corren a agarrar sus pertenencias los pasajeros, saben que si se inicia un incendio, el seguro no los cubre hasta encontrar el fosforito causa del estrago; y si un personajón fuera culpable de un choque, nunca serán indemnizados. Pero nada, ni a quemado se huele; son los soldados de la Base Naval que impiden el paso. Señalaba la hora en su muñeca el chofer. Con gestos intenta decir que va retrazado; pero no hay tu tía, la barrera humana bien pertrechada con escudos y armas es compacta. Golpea el volante, se agarra la cabeza, larga rezongos y maldiciones; vencido el chofer, apaga el motor y baja. Repuestos del susto reacomodan sus adquisiciones los pasajeros, algunos acompañan al chofer, otros se asoman por las ventanillas. Los bomberos sacan del río a una persona.
En el micro suspiran aliviados, no hubo incendio ni choque y los que tienen estómago se entretienen con los detalles del rescate. Miraba por la ventanilla Adriana, hasta que alguien desde el lugar del hecho, le interceptó la visión. Entonces retorna a su bolsa de plástico negra, mientras, los bomberos despliegan otra bolsa de plástico negra, más grande que la de Adriana y meten a la mujer que rescataron.
-Murió ahogada- dice el médico forense.
- Se tiró del puente- agrega el gendarme
- Se llama Uña Fría. Sexo femenino- lee el detective que encontró el documento junto a unas zapatillas azules.
Autorizan los soldados a seguir viaje y el chofer y los pasajeros que habían descendido suben al micro. Todos comentan al mismo tiempo: -Se tiró. –Parecía joven. –Dicen suicidio. –Sin zapatillas. Las dejó en el puente. –Para tirarse con los pies fríos.  Hacia la ventanilla endereza la vista Adriana, ve gente agachada, otros tomando nota, algunos apurados, corriendo, controlando; como una bola de extremidades, torsos y cabezas humanas que por momentos se agranda y por momentos se achica, pero nunca termina de rodar. “Es un quilombo”, piensa. Arrancan y se abraza a su bolsa. Cuando salen del puente se da vuelta con las rodillas sobre el asiento y mira a través del vidrio de la luneta posterior. Entre los borceguíes de los soldados, a Adriana le parece ver un par de zapatillas azules.
                                                            Noviembre 2014


                                                                                       

Revancha

                                                      

COMPETENCIA MUNDIAL DE NATACION

Suben al helicóptero los periodistas
para cubrir el encuentro deportivo.
A ver quién sale campeón
apuestan varios países.
Desde arriba la pileta
es una palangana con burbujas,
el público en las gradas
apenas puntos de colores.
En primer plano,
en el momento que va a lanzarse del trampolín,
el culo de un nadador con varios galardones.
Encienden las filmadoras,
gatillan las cámaras,
una araña se asoma entre las grietas de la madera
camina hacia el talón del deportista,
al demonio con el atleta invencible
y las velas que le prendieron. 

Se concentra en un hotel de primera categoría la estrella olímpica de natación.  En la cocina de la suite trabaja largo y tendido su ayudante. Le pesa los gramos de ensalada permitida, le hierve algas deshidratadas ricas en fósforo y potasio para acompañar la ingesta sin agregarle sal y de postre prepara gelatina light de sabores combinados.
Envuelto en una toalla, hace flexiones en la sala de entrenamiento de la suite, Andrés Asdrúbal III; hijo y nieto de nadadores premiados internacionalmente por sus notables desempeños en los ríos más profundos y anchos del mundo. Cuando en aguas del deshielo, a fines del siglo pasado, se había empezado a congelar el abuelo, sus rivales le tantearon los talones, pero no pudieron bajarle las medallas; chapoteando y pataleando, Andrés Asdrúbal I se mantuvo, y sobre el lomo de un pez gigante, avanzó hacia aguas templadas. Quienes quedaron agarrotados en la vegetación costera cubierta de nieve fueron sus rivales. A la postre, AAI obtuvo el galardón a su osadía y destreza.
Invicto en piletas domesticas, Andrés Asdrúbal II, patentó el agua tibia aclorhídrica para los recién nacidos, cuando se casó con la que sería la madre de su hijo, Andrés Asdrúbal III; que en este preciso momento, después de su flexión número cien, transpira y abre la ventana de la sala de entrenamiento.
-¡Eduardo!- Llama con desesperación.
El ayudante acude presto, sin siquiera sacarse el delantal ni el gorro de cocina.
-¿Qué pasa?
- ¡Una araña! Sacámela ¡ay! Sacámela, sacámela.
-  No puede ser Andy, que al conquistador del Grand Prix, lo asuste una arañita.
- Lo sé, Edu, lo sé. Pero por favor no lo cuentes. Son tan crueles el público y los periodistas.
- Si lo sabré yo. Voló tu enemiga, voló por la ventana.

Vuelve a la cocina Eduardo y recuerda a su propio abuelo. No tuvo suerte cuando compitió contra Andrés Asdrúbal I. Atrapado entre las redes que unos pescadores borrachos tiraron fuera del sector correspondiente a las sardinas, quedó el viejo, eliminado de la competencia. A buen seguro que él nunca se hubiera asustado de una araña. Ya tendría más de diez años, por esa época, Eduardo, y el abuelo lo entrenaba. Aunque los padres querían que fuese médico, apenas a nutricionista llegó el joven. Después de recibirse y en cuanto se enteró que AAIII necesitaba quien se ocupara de la alimentación durante las competencias, se presentó y ganó el cargo.

La mucama empuja el carrito para artículos de limpieza y ropa blanca; entra a la suite, choca la mesa ratona y vuelca el florero de cristal. Al oír el estruendo se asoma Eduardo, ve que nada se rompió y regresa a sus quehaceres. Con la mucama, Edu, mantiene una relación ambigua. El último fin de semana la invitó a bailar, porque Andy se había ido con un amigo y él quedó solo en el hotel.  A la boîte más cara se le ocurrió ir a Concepta, pidió el plato más exótico, frituras con salsas espesas; de sólo mirarlo a Eduardo le provocaba opresión en el estómago, y cuando él marchito, le sugirió que pasaran la noche juntos, ella se negó.
-¿Todavía no terminaste con el pastito permitido?
-Esto es comida balanceada.
-Dale unos buenos bifes jugosos a tu patrón y vas a ver como gana todas las competencias.
- Seguí con tu trabajo, querés.
- Estoy esperándote para empezar por la cocina.
- Empezá por el baño, andá.
Concepta tira un balde de agua jabonosa en el inodoro y abre el botiquín para repasar los estantes; se le cae una caja mal cerrada sobre el lavamanos y se desparraman unos muñecos de plástico, de los que vienen en las envolturas de los chocolatines.
-¡Oia! Tiene toda la colección. ¿La viste Eduardo? ¿Me podés dar los que le faltan a mi hijo?
- ¿Qué pasa ahora?- Pregunta Eduardo desde la cocina.
-Mirá, estos tres ¿me los regalás? que mi hijo no los tiene.
-¿Qué es eso?
- Los muñequitos que vienen en los chocolatines, yo también se los compro a mi nene.
- ¿De dónde los sacaste?
- Del botiquín del baño, se cayeron.
-¡Dámelos!
- Avinagrado, ni una criatura te enternece.
Eduardo le arranca los muñequitos, se mete en la cocina y da un portazo. ¡Lo está engañando! ¡Come chocolate no permitido! Le dan ganas de metérselos entre la lechuga y la radicheta, así se atraganta con su propia mentira. Pero oye que AAIII ya terminó de entrenar, está hablando amigablemente con La Conce y los guarda en el bolsillo. En una bandeja acomoda los cubiertos y el jugo, en otra la comida en un recipiente térmico, y sobre la mesa el individual de bambú. Le avisa que el almuerzo está listo, que pase a degustarlo cuando tenga voluntad y sale.

A pocas cuadras la ciudad anda a sus anchas y le abre paso. En la raíz de un árbol de la plaza se sienta Eduardo. A saltos de mata, como entre copas, se le acerca una araña. Tal vez esté buscando a la que tiró por la ventana mas temprano, quizá eran amigas, vaya uno a saber. Sube y baja las patas, teje una red con su baba; enlaza el hilo en el tronco del árbol y con descaro, sin pedir permiso, la araña ata la otra punta en la zapatilla de Eduardo. Al rato se le duerme el pie envuelto en la tela. Rompe el cerco, se levanta y camina. Endereza hacia una pileta donde suele ir a entrenarse cuando su ánimo muerde el polvo; siempre a la chita callando por las habladurías. Hace unos cuantos largos, flexiones en el borde y estiramientos sobre una barra. Con el pelo húmedo sale a la calle. En una ochava entre dos diagonales, bajo un cartel que dice “chascos”, la ve, y sin caer en la cuenta se queda mirándola. Hasta que desata el rollo del argumento y la memoria. Entra, pregunta, la sopesa y manipula; la compra. Peluda y negra es su araña.
Llega al hotel y en la boutique de moda elije el vestido de margaritas azules, el que Concepta miraba como embobada, la otra noche cuando salieron. Lo pide envuelto en papel de seda, con un gran moño rosado y dentro de una bolsa con el nombre de la boutique: “Pretty Girl”. Así, como un sol con alfileres, se lo regala a La Conce, y le da, para su hijo, los tres muñequitos de los chocolatines que le faltaban en su colección. Por ese vestido ella perdía el sueño. Ahora si a Edu le parece, si tiene deseos de su piel bronceada… ¡claro que sí! a la noche van a  encontrase, la necesita.
Casi se diría que parecen felices, aunque no es Eduardo hombre de corazón tierno, ni Concepta un caramelo de dulce de leche. Parte de sus vidas se cuentan en la cena: -Probá mi ensalada.- y se la pone en la boca. -¿Pedimos otra botella?- y el vino los mueve a ser compinches.
Como al pasar, menciona Edu, el frasco de cápsulas en el botiquín; para la depresión, se las había recetado a Andy, el deportólogo y el comité las permite.  Si quiere ganarse unos garbanzos más, sabe Concepta, que en soledad se va a trasmano.
-¡Por aunar esfuerzos!- Brinda Eduardo y levanta su copa La Conce. -¡Qué sea pronto!
 De todos modos puede suponerse, sin sobra ni falta, que si pasaron una buena noche arrimarán el hombro.

Al otro día en la pileta olímpica del hotel, Andrés Asdrúbal III, frente al Comité de Evaluación Acuático, presenta su show, con invitados especiales y público diletante. Tendrá que mantener o superar su propia marca del Grand Prix, para quedarse con el título de campeón. 
Sobre la pileta se encienden las luces. Parsimonioso, saluda en salida de baño AAIII, sube las escaleras del trampolín. Atento Eduardo, bajo el tablón, mira por las rendijas los pies de Andy. Concepta aguarda, en su vestido de margaritas azules, por fuera del haz de luz, donde Edu le dijo que se ubicara. Tiene instrucciones precisas: asistir a AAIII. Filman los periodistas desde un helicóptero que atruena. Los fanáticos de la natación de todo el mundo se excitan frente a la pantalla. En el momento fatal, en medio de la escalera, AAIII deja deslizarse su salida de baño como lo hacían las soberbias actrices de los años veinte; enlaza Eduardo un hilo, lo estira, y se asoma entre las grietas de la tabla, una araña. Es la negra y peluda de la casa de los chascos. No grita AAIII. Aterrado se arroja por las escaleras y Eduardo las trepa. Concepta ataja a Asdrúbal, lo sostiene. Él se ahoga, sufre taquicardia, ella lo abriga y por la zona oscura del parque se lo lleva a la suite. Nadie presta atención a las figuras que se alejan en las sombras. Sobre el trampolín, bajo los focos directos, Eduardo corona el saludo. En la punta de la tabla salta hacia el cielo, se abraza las rodillas contra el pecho y en una vuelta carnero doble se zambulle. Cuando llega a la meta, el Comité de Evaluación, verifica que Eduardo Edratis superó en nueve segundos a Andrés Asdrúbal III. Así, el show continúa.

                                                                 noviembre 2014