viernes, 21 de junio de 2013

LA DEMORA

                                

Brincan ágiles por laderas escarpadas, son cabras como aquellas de los cerros del terruño y el viejo, sentado en posición de loto en la pagoda japonesa, las mira y ve su propia vida sucederse de tropezón a salto mortal.
En la escuela del pueblo, la maestra, le había dado un planisferio, él se sintió habitante del mundo y guardó esa hoja como un pasaporte a las altas cumbres.
Después anduvo internándose por regiones y culturas diferentes, lo llevaron trabajo, amores, ganas de vagabundear. Recorría países arracimados en continentes. Cada tanto, en las estribaciones que el mapa amarronaba para indicar alturas, las cabras y él se descubrían antiguos conocidos y se deslizaban en polvaredas de tierra aquerenciada.
Ahora, en ese paisaje japonés, llegan lento a la cima en busca de paz y de alimento. El viejo, ya en su término, se despide de la vida como si se desprendiera. Las curvas del terreno y la vegetación lo envuelven, oye el silencio y al levantar la vista, en la copa de los árboles, unos ojos escondidos le ruegan que no se muera aún.  Son antiguos moradores de su planisferio, de la primer ciudad que conoció al principio de sus viajes.
Las cabras bajan al rastreo de pasto más tierno, él las sigue, al encuentro de los ojos que lo nombran.

                                                           Ecunhi Mayo 2013

EL REVES DE LA BARAJA

                

Es primavera en la comarca. Pasea la reina con su hijo pequeño, roza la mirada de un joven plebeyo. Bajo los arcos del palacio el guardián con galgos los observa. Vislumbra la sangre encabritarse floja de títulos y castas. Considera la paga y el crédito que se otorga al delator de algún desliz y ocupa su pensamiento el deseo de un puesto mejor remunerado. Mantiene a raya sus fieras.

Atraviesa el jardín, ávido, el guardián, acecha descuidos entre retozos y al hijo pequeño de la reina jugando cerca. Persigue, sin hacer crujir las asperezas del terreno.  Atisba desde el río y en un recodo encierra a los amantes, antes que la nieve de la pasión los aleje.  Despliega sus galgos para el asalto, les da la voz de alerta en un susurro.

El joven plebeyo esconde a su mujer detrás de un árbol, reluce el torso al aire, crece. El guardián ordena atacar, el joven silba largo y hondo. Las bestias dilatan el asalto, un estiletazo sonoro las penetra y reconocen el aliento. Viran y encaran al guardián, lo despedazan, jadeantes, satisfechas. 
El plebeyo alimenta a los perros del palacio, el viejo los hambreaba para la caza. 

                                              
                                        Ecunhi Mayo 2013