domingo, 6 de noviembre de 2016

GUISO DE LENTEJAS

                                                      

Florece el S. XVI, renacimiento y miseria. En la aldea amurallada del Brabante se empina el castillo del Marqués de Siles. Torres y almenas hacia el cielo. Alrededor techos de piedra, casas bajas de burgueses y artesanos. Extramuros, inhóspita intemperie, en casillas de madera junto al paredón subsiste la servidumbre.
Temprano a la mañana atraviesan  las lavanderas la empalizada que custodian los guardias. La ropa del amo llevan a lavar al río. Irrumpen los chiquilines, mendigan en las posadas, cepillan botas y zuecos, comen de las migajas que sobran.  Al campo y al bosque van los hombres, siembran y hachan leña.
Atardece. Traen la ropa y la cosecha al granero del castillo y el amo los recompensa. Una alforja de cereal y un tronco para hacer fuego. Hambrientas las criaturas se acurrucan poco menos que en las brazas, con una patata por cena.
Anuncian el casamiento de Morgana y Desiderio. En la taberna del pueblo habrá guiso de lentejas. Hecho por esas manos que pican ajíes en tiras, cebollas en cuadriláteros y espolvorean especias mientras revuelven la salsa rebosante de tocino. Ella, la enamorada, heredera de acaudalados aldeanos. El prometido, hijo ilegítimo del señor Marqués de Siles y alguna débil pecadora de la comarca.  
Corren los mocosos de las afuera del muro a conchabarse en la cocina de la taberna. Se ofrecen para acarrear vajilla, limpiar mesas, servir bebidas. Deliran escamotear la vianda para saciarse las tripas.
Pedrito, la gorra con pluma hundida hasta los ojos y en la cintura un cuchillo que utiliza para hacer flautas de las ramas huecas, se presenta el primero ante la cocinera que ya alborota las ollas.  Consigue el puesto que anhela. En la mesa de los novios. Trajina jarros y platos. Acomoda en las bandejas la sal y el pimentón.
Pisan umbral los invitados. En carroza y con cortejo, desde la iglesia vienen los contrayentes. Aplausos, risas y baile. ¡Qué se divierta la gente! ¡Que se prodigue  el licor!
Sirve Pedrito el guisado de lentejas que navegan en gordura y algunas caen en su boca de viaje hacia su estómago. El destello de una alhaja que adorna a la desposada lo encandila. Refleja su propio rostro sobre el pecho de la joven. Es él mismo en el espejo. Jamás había visto su apariencia duplicada, a no ser en el río turbio de las lavanderas. Sube y baja en el corpiño ese cristal azogado, al ritmo del aliento de la novia. Y la cara de Pedrito sube y baja en el resuello.

                                                                                        

                                                                               
                                                ecunhi junio 2016 

PEDAGOGOS

                                 
Un conejo aprendía a caminar a saltos, ágil.  Mal que le pesó lo mandaron a la escuela.
En la puerta el director León obligaba a presentarse con  las orejas cortas y el cuerpo rapado.  
- Reglamento de higiene y prolijidad- profería y acariciaba cabezas.
El maestro Tigre aleccionó al conejo para que sus patas desarrollaran garras.
- Así sabrás defenderte – presagiaba soberbio.
Le ejercitó el hocico el profesor Pelicano. Se lo hizo bolsa para contener agua y pico que ensartara peces.
-Pescarás y serás feliz – salmodiaba impávido.
- Soy vegetariano- gemía el conejo.
- Cuando crezcas comprenderás – sentenciaba el ave.
Murciélago el preceptor, a golpes le incrustó alas para sacarle la mala costumbre de saltar.
- Desde arriba verás hermosa la vida color de rosa- canturreaba sin dejar de azotarlo.
Abanderado, en el cuadro de honor, con diploma de Monstruo, terminó la escuela el conejo.

Y le llegó el minuto de fama a Conejo.
Norma, maestra jubilada, espió la mañana lluviosa y se dispuso desayunar en la cama. Preparó café con leche y galletitas en una bandeja, acomodó la almohada y perezosa, entre las sábanas, encendió la tele.  Reconoció la foto de José Torres en un rincón de la pantalla. Había sido alumno de su escuela. Lo llamaban Conejo. Orejas rebanadas por encima de las sienes. Rapado. La boca, hocico en punta. Papada de anciano, fofa. Omoplatos sobresalidos, encorvado como si fuera a volar.
Norma sube el volumen. Pasan la filmación de lo que acaba de suceder en el ferrocarril urbano:
Un cartel sucio con letras en relieve indica ‘Paternal’. Se oyen pitadas. Arranca la formación. El letrero queda atrás. Las ruedas rechinan y aceleran. En el interior de un vagón en movimiento con poca gente parada, José Torres alias Conejo  arrastra de los pelos a una piba.  La lleva con la cabeza gacha por el pasillo.  Rebota contra los asientos. Nadie se queja, desvían la mirada. Conejo abre la puerta que da al exterior y obliga a la rehén a seguirlo. Un pie en la manija, otro en la ventana. No la suelta. Se deslizan hacia arriba, se desploman, con esfuerzo reptan y avanzan. Trepan al techo. Retoman la posición erguida, la sujeta con apremio. Tambalean en las curvas. Voces aisladas alertan del riesgo. Sacan medio cuerpo afuera de las ventanillas los pasajeros, filman la peripecia. Pitadas y rechinar dan realismo al audio.
El tren bordea la calle Warnes. Circula rápido. En las veredas, curiosos se detienen a contemplar la hazaña. Al ritmo del bamboleo, sin perder el equilibrio, el muchacho patea a la chica. Ella cae. Resbala. Algunos mensajean ‘socorro’, otros cuentan con entusiasmo la vivencia y mandan fotos. Invitan  acercarse a los vecinos. 
A golpes Conejo la mantiene contra el tope. Se agacha, la empuja al centro. La levanta de un brazo y una pierna. La sostiene y gira.  Con la fuerza centrífuga del remolino, ella permanece horizontal en el aire, flamea. El gira. Gira sin parar.  Desde la calle una multitud saluda al tren, ovaciona al circo, alienta a los actores. 
Por los parlantes ordenan no detenerse en Chacarita y la escena móvil pasa rauda con pitido extenso, empalma la máquina el terraplén de Juan B. Justo.  Se amontona el  público en la avenida. Observan el ballet extraordinario de un animal fabuloso. 
Encara el convoy la estación Pacífico. La policía se atrinchera en el andén. Antes de que el conductor aminore la velocidad disparan sobre Conejo. La chica ya venía muerta. 
                               
                                       ecunhi agosto 2016
                                                                                   

DE VIAJE

                                            


Cortinas cerradas, noche adentro y afuera del micro. Se cuela un tufo molesto a tierra seca. Densa y penetrante polvareda emana en espiral de la lámpara de Aladino. Redondea volutas, desprende anillos, forma imágenes en el espacio. Voy tras ellas.
Olfateo el humo acre y tibio de las brasas donde asábamos batatas, el miasma rancio del agua estancada en los charcos que cruzábamos en bicicleta, como equilibristas.  Vuelve el hedor áspero de los bagres muertos en el río.  Aspiro hondo el bálsamo de hierbabuena en el monte de eucaliptus. Ventilo de par en par colmados los pulmones, me trepo a los árboles. Huelo celeste y nubes.
Rebota el puente bajo el micro y entramos al poblado. Corro descalza por el pasto húmedo con el vaho fresco de la lluvia en la memoria.

                                                                           

                                           ecunhi junio 2016 

MARCAS


Juan adivinaba el cielo vacío de estrellas. Era de noche en el parque. Manchas las hojas de los árboles, retazos de luz las ventanas de los edificios. Reconoció un balcón. Allí acababan de pelearse sin reservas. Se habían dejado de amar. Hubo explicaciones, lágrimas. Él guardó sus pocas pertenencias y vino a un banco del parque.
Daba la hora las campanas de la iglesia cuando la vislumbró, envuelta en su bata, caer desde el balcón. Después sirenas, ambulancias, policías.  Se la representó muerta, desnuda en la vereda como dormida a su lado.
Juan se levantó del banco, salió del parque, tomó un colectivo y luego el tren.
Hace añares vive en un pueblo donde las vías del ferrocarril terminan contra el ventisquero. Trabaja en la estación de servicio de la ruta y pinta cuadros que lo ayudan atravesar la melancolía.
Sin drama, su obra de colores tenues, con alguna cicatriz en tono intenso, sugiere movimientos, ritmo, transparencias. Estira y apoca curvas en el espacio. Al perfilar su autorretrato, joven o viejo, ella flota en el aire, sobre bosques, casas y campanarios.

                                                                                      
                                                                                         ecunhi abril 2016


Inspirado en Marc Chagall “Desnuda sobre Vitebsk” 1933.

sábado, 27 de febrero de 2016

FAENA

                                                    
 Desde hace meses cierra su negocio el anticuario Javier Jordán York y endereza hacia el bar de la esquina. Las mesas y las sillas de madera huelen a vino tinto, crudo y queso en pan flauta. Eso pide y cena, mientras a través del ventanal, lo cautivan las figuras rotas del bronce urbano al volver en colectivo de sus tareas cotidianas. Empina el último trago y pasa la ciega; en bandolera el bolso, ágil, golpea la pared con su bastón. JJY paga, sale y la sigue. Ella encuentra quien le ayude a cruzar la avenida. Él continúa tranquilo su camino. Una noche fría de viento y nadie en la vereda, sin palabras él se ofrece, apenas le roza el brazo. Cruzan, la mira entrar por la puerta de hierro y arruga la foto de ellos dos que lleva en el bolsillo desde que eran jóvenes.  
La ciega no necesita encender la luz. Retira de su bolso algunas cosas, tantea con cuidado los contornos y las guarda. Se lava y se acuesta.  Cena en el restaurante del puerto donde atiende un quiosco. Marineros de todo el mundo son sus amigos. Un changador, que canta cadencias tristes de tierra adentro con voz plañidera, la visita en las horas del descanso y entonan coplas en contrapunto.
Al anticuario su abogado le avisa, efusivo, que la valiosa colección se completará esa noche. Trabajo de hormiga le había sugerido para sacar las monedas del puerto. JJY ansía extasiarse ante las nuevas piezas sagradas de su museo privado.
Esa noche pasa la ciega y él no sale del bar. Pide más tinto. Reconoce al detective que la sigue; otro irá detrás del changador en algún barrio periférico, le dijo su abogado. Imagina los pequeños envoltorios de monedas en la habitación oscura, ruega que no se pierda ninguna. Javier Jordán York saca del bolsillo la foto de cuando la ciega y él eran jóvenes. La da vuelta entre los dedos. Sobre las migas de pan la rompe en pedazos.

                                                                         
                                                  ecunhi septiembre 2015
2015 

DESDE LA PLATEA

                                      

Hace tres meses mi mujer me hizo escribir en la agenda y resaltar en la fecha de hoy con recuadro y mayúscula: Presentación del Instituto de Danza, 17.30hs. Baila La Nena. 
¡Maldita la gracia que me hace! Debo apoyar a la nena, dice la psicóloga.
Doscientos mangos el estacionamiento. Sonrisa y saludo. A ponerme con el CD, la película, el programa y toda la merchandise del carajo.
Mi mujer, la del vestido color berenjena, el que le compré en Turquía, vino temprano para maquillar a la nena. Besa a todo el mundo, eufórica. No sé para qué se ilusiona, los médicos dicen que no hay vuelta atrás y encima cobran por decirlo.
Demasiado cerca la fila que nos vendieron. ¿A quién saluda ahora? Yo no apago el celular, ni loco me desconecto. Empieza. Muy fuerte la música.
¿Qué hago acá? Nada de esto me interesa. Le pedí a la policía que no disparara al entrar.
Y dale mi mujer, a los codazos para que no me duerma. Ahí está la nena, la tercera de la izquierda, baila como si tuviera cinco años, es la que se tropieza.
La policía no disparó y los secuestradores se fueron con la guita del rescate.
Baila la nena, a los tropezones pero baila,  qué otra cosa va a hacer. Baila porque yo garpo. Hubiera sido mejor que dispararan.

                              septiembre 2015 bn

                                                                                                                            

EFLUVIOS

                                               
La señora era asistente social en el barrio donde vivo, me pidió que viniera a trabajar con ella y yo agarré viaje enseguida. Después me fui enterando de sus costumbres. Come poco y tiene la mesa de luz llena de frascos de remedios. El departamento es chico y oscuro, pero en las veredas de la zona se respira perfume. La ropa de la señora, una postura, se lava y se plancha. Pero usa ropa triste, blanca o beige, muy de vez en cuando celeste clarito.
Conocí a la madre, simpática la vieja, le gusta tomar mate, se sienta en la cocina, lo ceba y me convida. Nos pescó la señora, vió que nos pasábamos el mate y rezongó. Algo de bacterias, dijo.
El otro día entró doblada, una mano en la barriga y otra en la garganta, tiró sus cosas y de rodillas cayó junto al inodoro. Se vomitó todo la pobrecita, y por todas partes. Yo había lavado el baño y lo tuve que volver a lavar. Vino la madre para atenderla y me contó que de chica había sido muy delicada. Si caía un bichito de luz sobre la mesa, dejaba de comer; si metía la zapatilla en el barro, se bañaba y se mudaba entera y mirar la caca de perro la descomponía.
El médico le dijo que para que no se le altere el estómago, cambiara el lugar de trabajo. La repugnancia debilita y hasta cáncer le puede venir. Hay que apechugar y no ponerle cara de asco a todo.

                                                                            

                                                         ecunhi noviembre 2015